Para salvar el libro... entre todos

2021.09

La lectura del artículo “Una idea para salvar el libro cubano”¹ de Abel Guelmes me motivó a redactar el siguiente, con el propósito de continuar tributando propuestas ante un problema tan polémico como el de la producción editorial cubana, cuyas particularidades se pueden encontrar reflejadas claramente en el trabajo citado. De eso fueron ya muchos meses y mi artículo quedo incompleto. No obstante, he aquí su conclusión para no dejar morir esta propuesta que espero ofrezca nuevas ideas.

De aquel artículo me preocupó, en primer lugar, el desenfado con el cual se sugería la apertura del libro cubano al mercado, operación que lo haría significativamente rentable, pero que podría dar al traste con uno de los logros de la Revolución —y una verdadera singularidad en el mundo entero—: el acceso amplio al libro. Y no se le quite atención tampoco a la propia crisis del consumo de los libros impresos —y en otros formatos también.

Y es que debería intentarse calcular una cifra aproximada de cuánto pasaría a costar cualquiera de los libros actualmente en venta, y solo imaginar que si antes (ya baratos) cualquiera de esas obras no eran compradas por los lectores —ni siquiera por los saqueadores de librerías, a los que no se les necesita ofrecer promoción alguna—, en lo adelante será menos probable que alguien se aventure a comprar un título con un precio ya (se ha de suponer) muy superior.

Para rentabilizar a la industria editorial cubana se correría el riesgo de incursionar en lo que tantos países padecen: el encarecimiento notable de los libros, en un contexto de precariedad económica que no pondera precisamente el hábito de la lectura, y se producirían otros fenómenos asociados a las conveniencias de ventas de los cuales acá solo se podría especular.

Si bien urge vencer las actuales trabas que hacen insostenible a la industria editorial y afecta por igual a lectores y escritores, una solución no debería pasar tampoco por la mercantilización corriente de las editoriales extranjeras que, aunque rentables, no suelen tener unos precios tan amables ni sus intereses salen de las lógicas donde la cultura es una mercancía más —y suponer que esto último no acontecerá, en medio de un contexto tan tendente a ello, podría pecar de ingenuo.

A continuación procuraré exponer una propuesta que, aunque no se asuma como solución total al problema tratado, intenta reconsiderar el concepto de rentabilidad en favor de una alternativa solidaria y sostenible.

Cuántos, cómo hacer los libros y cómo leer

Me gustaría detenerme antes en la reconsideración de tres elementos fundamentales de este problema: la impresión masiva, el formato del libro y el consumo del mismo.

En cuanto a la impresión, se sabe que uno de los signos visibles de la crisis de la industria editorial es el decrecimiento del número de títulos y ejemplares publicados, ello a su vez claramente justificado por la escasez del papel, situación que ha permanecido frágil desde el inicio del periodo especial en Cuba. Un modelo rentable de la industria ayudaría a resolver esa carencia y a recuperar las impresiones masivas que se conocieron en momentos anteriores de nuestra historia.

Sin embargo, hay que advertir que no vivimos ya en esos tiempos, y que la atracción hacia los libros impresos muy probablemente no estén a la altura de una nueva masificación o no se produzca una atracción “de calidad” —digamos que es también muy probable que la compra de libros en un porciento relevante de los asistentes a un evento tan comercial como la Feria Internacional del Libro de La Habana no esté justificada por su interés literario, sino por la mera compulsión de comprar, lo cual pondría en vulnerabilidad a las obras de significativo valor frente a las más comerciales.

Para pensar una solución de la crisis editorial considero que debería existir un replanteamiento de las expectativas de impresión de libros que, viéndolo de un modo más global aún, también tiene un impacto ambiental relevante. Debería pensarse una solución que no comprometa ni el acceso a una vasta literatura, pero que tampoco se sostenga sobre una irracional producción de obras que a menudo no son compradas o caen en manos ingratas con la lectura.

El otro elemento a observar es el formato propio del libro. No hace falta citar aquí a los numerosos estudios existentes para estar de acuerdo en que la tendencia de estos tiempos es a preferir otros contenidos por encima de la lectura de libros —fundamentalmente impresos. Esta enorme desventaja también pone en jaque a la rentabilidad de la industria —que, a pesar de todo, no deja de tener consumidores que sepan apreciar el valor de una obra en papel.

Al respecto recuerdo que hace tres años se celebró en el Centro Social ABRA un Encuentro de Editoriales Autónomas, donde conocí por primera vez que existía todo un pensamiento (y una práctica) que buscaba subvertir los modos en que se concebía el libro, y que en Cuba no faltaban experiencias que tributan a tal propósito.

Ediciones cartoneras, performáticas y con cualquier otro método de hacer y otros materiales que usar, pueden ser útiles para sostener la confección de libros y el hábito de la lectura, hacerlo más atractivo, y de paso responder a la crisis actual. Un movimiento renovador, consciente de nuestras limitaciones materiales —y también generacionales— puede abrir la posibilidad de recuperar el prestigio del libro incluso desde otro formato y perspectiva —como no ha dejado de suceder a lo largo de la historia. Y lo mejor es que no hay que empezar desde cero: hace tiempo laten numerosos espacios y proyectos que con un adecuado impulso pueden crecer o multiplicarse, y ofrecer más de una respuesta a la cuestión.

Por último, creo que es útil pensar sobre el modo en que consumimos el libro, particularmente sobre las alternativas que existen en un contexto de carencias. Es natural recurrir a los préstamos de amigos o en menor medida de bibliotecas —en especial cuando estas cuentan con jugosos títulos. Esta práctica no ha dejado de prevalecer, pero siempre gravita como una opción secundaria cuando más alternativas no pueden emprenderse para la apropiación de cierta obra.

Lo que vengo a sugerir es la posibilidad de que esa alternativa pase a un primer plano, a considerar la finalidad de la industria hacia las bibliotecas o bancos de libros, como espacios colectivos que atesoren estos objetos y potencien mucho más el interés por la lectura y demás cuestiones asociadas a esta, que genere una comunidad cuyo núcleo sea el libro. En definitiva, realzar el papel que muchas bibliotecas ya asumen.

Planteado esto, creo que será más clara la propuesta que pretenderé exponer.

Concebir el libro entre todos

La vía que expongo para salvar al libro, sin comprometer a la industria editorial ni arrojarla al riesgoso mercado de los libros, consiste básicamente en un emprendimiento solidario que una a escritores, editores, lectores e impresores: una red de cooperativas editoriales.

Al estilo de las viejas cooperativas de consumo —con una rica y exitosa historia en la Cuba de antes de 1959— una cooperativa editorial integraría el esfuerzo de sus asociados con el propósito de materializar sus intereses en la obra resultante —el escritor y el editor verían su trabajo publicado, el impresor rentabilizaría su negocio, y el lector tendría ya un libro más que leer, siendo este último el resto de los socios de la cooperativa en primera instancia.

En cuestiones de renta no habría afectación ante fluctuaciones del mercado, ni se tendría que colegiar una política editorial exhausta a través de expertos: solo se publicarían los títulos que la comunidad de asociados decidan, por medio de una democrática asamblea.

Las tiradas también podrían ser discretas, valorando la cantidad de asociados que hay en la cooperativa y evaluando alternativas como bibliotecas y bancos de libros, que podrán multiplicar mucho más la lectura a partir de pocos ejemplares. También puede generarse una colaboración interesante entre diseñadores e impresores, lo cual podría economizar mucho más la producción de los libros, teniendo en cuenta la renovación del formato del libro para un consumo adecuado a estos tiempos.

Vale remarcar que estas cooperativas no deben verse como complicados aparatos burocráticos, con un proceso sumamente complejo de aprobación de cada una de sus operaciones —es positivo alejarse de los peores referentes de las editoriales institucionales. Una estructura simple, horizontal, donde se defina colectivamente qué se quiere alcanzar y en cuál modo, es suficiente. Sin dudas, la práctica de esta experiencia irá arrojando sobre la marcha las señas para perfeccionar el trabajo editorial e ir expandiendo las posibilidades de producción y consumo del libro. Y en cuestiones de riesgo, no habrá nada que perder con intentarlo.

La propuesta de que sea una red y no una sola cooperativa también tiene un fundamento importante. Desde un punto de vista territorial se hace difícil lograr que un solo emprendimiento logre determinar consensos entre los muchos asociados que pudiera haber en La Habana, por citar un ejemplo. Una red economizaría tales operaciones, y a la vez posibilitaría generar un banco de experiencias colectivas que ayudarían a perfeccionar sistemáticamente el esfuerzo de las cooperativas. Por otro lado, la producción se diversificaría también, y en poco tiempo se lograría obtener un número significativo de títulos y más acorde a las expectativas de los lectores.

Para empezar, incluso, podría prescindirse de la producción editorial para potenciar el desarrollo de los bancos de libros (vale definir: colección colectiva de los libros que abonen los asociados), y paulatinamente se podrán impulsar pequeñas iniciativas para comenzar a producir nuevos libros en nuevos formatos.

§

No caben más elementos para ilustrar esta propuesta tan simple y poderosa a la vez. Aunque puedan hallarse límites a esta, el valor que tendría actualmente una nueva forma de enfrentar el problema editorial puede ser considerable para un futuro que promete estar muy ligado al mercantilismo y —si cabe— la elitización de la lectura.

Como en tantos otros contextos de la sociedad cubana, las prácticas solidarias han sido fuente de resistencia y renovación. Y, en este caso, un emprendimiento cooperativo favorecería asimismo el desarrollo de la democratización de la cultura, importante proceso para asegurar un porvenir humanamente mejor. ¡Salvemos al libro entre todos!

1- Una idea para salvar el libro cubano