Insurreción de la poesía

2019.10

Dícese que algo nos une al mundo más allá de los cálculos y los silogismos. También nos une a algo que está fuera de él, a donde no viaja la fría (sin)razón de estos tiempos. Un ala singular que destraduce las formas que encierran al alma humana, una cuerda tendida al infinito desde unas manos que ya no pueden ser nuestras manos. La poesía es, desde su confinado retiro, la evaporada tekné que oficia semejante recorrido.

Sin embargo, extraña es hoy la poesía. Un montón de retorcidas palabras puestas a capricho, una diletancia amarga que molesta, un cínico o perturbador discurso que desde muy lejos reprocha a la realidad, un vacío camuflado por sus artífices; así denostan a la poesía hoy, cuando no la ignoran de inicio. En tanto, una prole de cuerpos se apiñan en solitarias multitudes o se dispersan en hurañas cofradías virtuales. Y siguen sin entender nada.

Gimen sus demiurgos y sus acólitos. La obra se amontona lejos de la ciudad, donde aguarda a convertirse en testigo inútil de una debacle anunciada. Se siente impotente. Cuerpos sin espíritu y pueblos sin sustancia, son también caldo de cultivo para el arrojado reivindicador. Y nadie sabe cómo salvar a la poesía, o lo que es lo mismo, al alma.

Muchos se obstinan y largan sus versos. Otros se recluyen y desde su húmeda celda escupen al mundo su lenta, fútil y visceral vendetta. Hay quienes proclaman la sabiduría de un poema, pero no miran a los ojos. Hay quien no sabe que ha descubierto mucho y a fuerza asume que no sirve para nada. Estos y aquellos son abandonados como la poesía, y el alma y el mundo continúan en su suspenso desgarrador hacia la muerte.

Del otro lado abunda igual el desconcierto. Una vergonzosa ignorancia —las veces estupidez— se esconde en los reproches que se lanzan al poeta. También una cierta autonegación habita en el lector que desecha la poesía, una cruz profana que no busca lavar culpas. Se aleja así, indeteniblemente, el individuo del mundo y de sí mismo. Horrible negación de la existencia, mientras se dura en sinsentidos que agonizan al alma.

La poesía no solo ha de vivir, sino que ha de habitar en los cuerpos como un soplo encendedor de deseos y de sueños, de aventuras y de resurrección. ¿Cómo animar, entonces, tal pertenencia para los individuos que, sin ser poetas, reconozcan en ella un hálito vital y, por tanto, necesario? ¿Cómo abrirle las entrañas al mundo y llenar de luz sus secas y rígidas cavidades? O sea, ¿cómo hacer de la poesía una insistencia fértil en la existencia humana?

La poesía ha de ser insurrección. Una rebelión trae dentro de sí la increíble fuerza destructora que engendra, es porfía obstinada sobre su propósito, y apertura hacia otras gestualidades rupturantes. Si el arte poético se agitara en estas dimensiones, cabría creer que en algún momento el malestar espiritual que aturde al individuo y su mundo comenzaría a verse reducido. El poeta no debe temer negar al mundo, pues el mundo no es tal en tanto prevalece la decadencia y la separación de este con los seres. Cada verso mortal no es contra sí mismo, sino contra un extraño orden, contra una ciega carrera hacia ninguna parte o un dar vueltas y vueltas alrededor de nada y en busca de todo. Y, precisamente, en esta furiosa ofensiva es donde sembrará la palabra que desvela o bien despierta al cadáver que recuperará su humanidad en la negación de

su cárcel. La acción destructora propiciará esa otra acción creadora que yace en los espíritus que ya hayan comenzado a encenderse.

La insurrección debe ser total en lo posible. Abierta en todas partes, habrá de permanecer en el tiempo procurando que cada vez más crezca el número de receptores de la acción poética. No debe detenerse, mucho menos rendirse, debe insistir en las posibilidades de nuevas y fecundas lecturas. Atacará por todas partes y en todos los modos concebibles. Lo inundará todo y será imposible no verla.

En el transcurso de la insurrección poética, consecuentemente, empezará a aflorar entonces el mismo impulso negativo que la provocó a ella, y se esparcirá en todas direcciones. Una fuerza mixta (en verdad plena) traerá consigo la poesía y todo gesto será ya refundador, y hasta la misma insurrección tenderá a reinventarse.

Todo esto, en realidad, escapa a las posibilidades de dominio del poeta y de cualquier sujeto. La poesía hecha insurrección inmediatamente comenzará a transformarnos, y lo que parecerá nuestra autenticidad individual colocada sobre ella, no será más que la ilusión desactualizada de un ser que poco a poco se va fundiendo con el mundo. Nuestro verbo será el verbo aprehendido en una creación que nos excederá como individuos, uno que comprenderá la naturaleza plena de los seres luego de hacer estallar las falsas fronteras de la conciencia.

Supondrá esto entonces un renacer de la poesía, no ya reanimada exclusivamente en las academias y sectas que concursan por su hegemonía, sino en las almas todas que se hayan visto afectadas por las constantes embestidas del insurreccionalismo poético. Regresará la vida, por la mano de la poesía, al sendero indeterminado que nos contiene, donde no hay muerte sino flujo. Comprehensión de todo lo que está dentro y fuera del alma. Y, por lo menos, reconocimiento

del mundo y de nosotros mismos.

La poesía habrá de salvarnos si se quiere, y si se salva. No excluye a nadie, los obliga a todos. Y, como la insurrección, habrá de traernos algo nuevo y mejor.

Publicado en el No.2 de la Revista Creativa Manifiesto.