La sorpresa
2022.11
Nos habíamos mudado recientemente a una casa nueva, un poco más grande que la anterior y con ventanas enormes que llenaban de luz las paredes vacías. No tenía más que unos pocos muebles y dos camas porque el camión de la mudanza todavía iba a tardar en llegar. De todos modos así era mejor, nos contó mamá, ya que teníamos que pintar varios cuartos y hacerle otros arreglos menores a la casa.
Al día siguiente desde temprano, mi hermano y yo, ocupamos unos cubitos de pintura con los que nos permitieron dejar las huellas de nuestras manos sobre las partes que aún no se habían pintado, y más tarde simplemente nos pusimos a jugar con las gotas de lluvia que salpicaban contra las ventanas de la sala, observando el descenso irregular del agua por el cristal hasta desparramarse sobre el marco inferior, en el que se acumulaban basuritas que caían del tejado y con las que nos inventábamos cualquier historia.
En lo que así se iba la tarde entró papá con unas cajas, pero no eran de la mudanza. El camión aún llegaría al otro día porque la lluvia había sido demasiado intensa en la zona de nuestra antigua casa. Papá solo había subido unas herramientas que le prestó el vecino, y con mucha atención nos pusimos a estudiarlo.
Primero se detuvo un momento a tener una conversación corta con mamá. Supe que se trataba de alguna sorpresa porque nos miró de costado con su sonrisa de sorpresas, y como era costumbre accedí con mi silencio a esperar lo que organizaban.
Sacó de la primera caja una cinta larga y amarilla y la extendió por toda la pared de la sala. Habiendo tomado algunas notas en una hoja pequeña volvió a sacar esta vez una regla metálica plegable que se extendió casi dos metros, en los que papá marcó sobre la pared algunos puntos con un lápiz que llevaba en el bolsillo.
Mi hermano no contuvo la emoción y enseguida saltó sobre papá para querer jugar con el instrumento que recién terminaba de usar. Aquello era suficiente distracción porque a papá le gustaba explicarnos muchas cosas, cómo funcionaban y qué usos era posible darles. Estiramos casi media hora hasta que mamá nos llamó para la cena y lo dejamos solo recogiendo la sala.
Después de comer e inmediatamente bañarnos, antes de que fuera nuestra hora de dormir me escapé rápido para ver con más detenimiento las marcas que había dejado papá en la pared. Entonces me sorprendí al ver que alrededor de aquellos puntos habían líneas trazadas como si fueran soles. Corrí al cuarto y le conté a mi hermano: «papá está dibujando soles en la sala». Se me quedó mirando fijamente un rato y tras un bostezo se volteó para dormirse. Yo también sentía el peso del sueño y me dormí rápidamente pensando en qué clase de sorpresa podría ser esa que contaba con un puñado de soles pintados a lápiz.
En la mañana nos despertamos con el ruido estridente de un taladro. Nos levantamos y fuimos hasta la sala donde papá acababa de abrir el último hueco sobre las marcas que había dejado el día anterior. Sentí un poco de tristeza al principio, pero luego me creció la curiosidad por saber de qué se trataba. Mi hermano se acercó y me susurro al oído: «no son soles, son nidos para pájaros pequeños».
Por un momento me había parecido una tontería aquella sugerencia, pero luego recordé otro día en el que papá nos habló de los colibríes y su diminuto tamaño, y de lo aún más pequeño que eran sus huevos acomodados en nidos chiquiticos. Aún así, ¿podía ocupar tal espacio un colibrí y su familia, o apenas uno solo?
Fuimos a desayunar y después pasamos toda la mañana terminando de pintar el último cuarto. Al mediodía papá regresó a la sala con su habitual misterio mientras mamá organizaba las cajas de la mudanza que por fin habían llegado. Con mi hermano me senté en el balcón a ver la actividad del barrio y en particular la del parque que nos quedaba al frente.
Hacía un día soleado y enseguida me pregunté cómo sería si en vez de uno hubiesen tres o cinco soles en el cielo, y si en los árboles enormes del parque vivían tantos colibríes como personas en el mundo, y si de ser cierto que papá estaba haciendo nidos en la pared la casa se nos llenaría por lo menos de un país de colibríes, y si al mudarse harían lo mismo que papá, abrir huecos en las paredes de los nidos para darle asilo a animales todavía más pequeños, o si acaso en vez de nidos pintarían soles porque lógicamente extrañarían la luz abundante que siempre llenaba el parque los días muy soleados.
Pensando en eso fue que empezamos a sentir el sonido sordo y constante de un martillo. Nos acercamos otra vez a la sala y papá ahora estaba tapando los huecos con unos tacos pequeños de madera que sobresalían en la superficie. Pues definitivamente ya no eran nidos, y mucho menos soles, entonces ¿qué eran? «Papá ya no quiere que vivan en la casa, ahora solo quiere que pasen un momento y luego sigan volando, ¿no es verdad, papá?», dijo mi hermano recibiendo como respuesta otra sonrisa sorpresa, dejándome claro que sería otra cosa.
El resto del día nos dedicamos a organizar nuestro cuarto y a ver una película en la tele antes de la cena. En la noche no hice más que contarle a mi hermano qué otras cosas pueden acabar siendo esos taquitos en la pared: quizás serían apoyos para las enredaderas que papá siempre ha querido cultivar, esas que van creciendo por donde uno les dice y que a veces da ese fruto con el que mamá nos hace refrescos increíbles; o tal vez sean antenas como las que un día vimos en la tele, que papá usaría para comunicarse con alguien que vive demasiado lejos; o también puede ser un ropero para colgar los abrigos cuando hace frío y no perder tiempo buscándolos donde uno ya no se acuerda. «Y también pueden ser dientes, como si toda la sala fuera una boca», respondió mi hermano.
Nos miramos un instante y nos echamos a reír. Luego nos tumbamos en la cama y solo yo estuve un rato más sin cerrar los ojos pero mirando hacia ninguna parte. En mi cabeza corrían todo tipo de imágenes y recuerdos que intentaban ayudarme a adivinar con qué nos encontraríamos al otro día. El sueño rápidamente me venció.
Al despertarnos, la sorpresa ya estaba sobre la pared enorme y soleada de la sala. En multitud de marcos colgaban todas nuestras fotos y dibujos que nunca tuvieron un espacio propio en la casa vieja, y sobre un área que quedaba en blanco papá dibujó algunos rayitos como si fuera un sol, y dijo: «y aquí pondremos una casita para cuando los pájaros quieran venir a visitarnos».