La persecución
2025.04
Sobre esa hora el sol comenzaba a descender hasta posarse en la entrada de la biblioteca, dejando pasar demasiada luz y un aire tibio que levantaba las hojas de la mesa principal. El bibliotecario, ya cansado por la jornada y molesto por el golpe de calor en su rostro, se iba a levantar para cerrar la puerta e irse hacia su casa. Pero de pronto, una sombra entró veloz desde la calle atravesando el suelo pulido, subió por la mesa y se escabulló entre los papeles ordenados, y le trepó su camisa hasta plantarse en plena cara. Esa sombra traía tras de sí a un hombre que llegaba corriendo justo a la hora de cerrar.
—¡Présteme un libro! ¡Corra! —le gritó este con mucho apuro.
—¿Cómo que un libro? ¿Usted no ve la hora? Ya iba yo a cerrar...
—¡No! Espere, ¡ayúdeme! ¡Necesito un libro ahora mismo!
—¿Usted siquiera está registrado? No lo conozco.
—No, pero no importa, por favor...
No terminó su argumento y se giró con brusquedad hacia la puerta, con la misma faz de espanto con la que había entrado y solicitado al bibliotecario. Notando que la luz se debilitaba corrió enseguida hacia la entrada y la cerró de un golpe y con seguro. Quedó de espaldas y sujetándola, y dio un salto tras una fuerza extraña que empujó la puerta.
El bibliotecario lo veía todo y no entendía nada. Viene este hombre desesperado buscando un libro y luego parece ser perseguido por alguien —o algo— que no sabe quién —o qué— es. Ya con un poco de miedo, si no del aquel sujeto, de lo que fuese que estaba afuera, le interrogó exaltado:
—¡¿Me puede explicar que está pasando?!
—La verdad es que usted no va a entenderme. Yo le juro que nada malo va a sucederle a nadie excepto a mí, si no alcanzo a leer un libro en este momento. De hecho, necesito un libro grande, una novela bastante grande mejor. ¿Usted puede buscarme rápidamente una?
—¡No buscaré nada hasta que me explique quién es usted y qué hay allá afuera!
—Los créditos.
—¡¿Qué?!
No entendió lo que quiso decir. No estaba entendiendo nada. En realidad su temor inicial fue cediendo a una ira primitiva, la cual veía en toda aquella confusión una absurda broma de alguien que no tenía las mismas ganas que él de llegar a su casa. Pero el rostro realmente espantado de aquel hombre le hacía considerar el beneficio de la duda y, sobre todo, la curiosidad por saber qué estaba afuera, empujando la puerta con una fuerza sorda y oscura. Entonces el otro habló, pretendiendo cambiar su confesión por el dichoso libro:
—Mire, ya le dije que no entendería, pero le voy a contar. Yo soy el protagonista, no tengo nombre, pero puede identificarme así. Allá afuera están los créditos de un cortometraje que protagonizo. Están detrás de mí porque el corto acaba justo llevando un plano hacia mi cara, y entonces aparecen ellos. Pero yo me escapé, escapé del plano y de ellos, y ahora buscan atravesar esa puerta para estamparse en mi cara y acabarse, y eso significaría mi fin, ¿entiende? No quiero terminar ya. Es decir, ¡quiero seguir teniendo vida! Escuche cómo se lanzan contra la puerta; se escuchan apenas, pero usted seguro siente un golpe sordo y puede sentir la oscuridad que traen con ellos. Eso significa el fin para mí, y no quiero. Mire, solo présteme un libro, solo voy a leerlo y luego desapareceré, y conmigo desaparecerá lo que hay allá afuera. En el cortometraje soy un hombre que ha leído todos los libros del mundo y ha navegado en sus historias, y acaba justo cuando termina de navegar el último libro. Pero usted entenderá que es una ficción y que nadie puede leer todos los libros escritos, y por eso vine corriendo a esta biblioteca, a navegar en otro libro que me conduzca a otro mundo donde podré hallar nuevos libros en una nueva biblioteca. ¿Entiende? Ahora que le he confesado esto, ¿podrá usted prestarme un libro enseguida?
No bien hubo concluido su parlamento el bibliotecario rompió en una risa estruendosa que se había acumulado según el supuesto protagonista iba narrando su historia. Este, consciente de su papeles de loco y de perseguido, no adivinó hacer otra cosa que lanzarse sobre los hombros del bibliotecario y agitarle con desespero:
—Pero no se ría más, por favor, ¡ayúdeme!
—Está bien, está bien —se incorporó aquel de la risa con lágrimas en los ojos— le haré su grandísimo favor.
El bibliotecario abrió la puerta del archivo y entró. Pensó que para tal payasada no valía la pena buscar un título en específico, sino agarrar el más grande que hallara y disponerlo a la lectura del sujeto que le había procurado una broma tan ingeniosa. Ya quería ver qué sería lo siguiente.
Salió del archivo y el protagonista le arrebató el volumen de las manos. En ese justo momento pareció abrirse la puerta y el hombre se apresuró a leer cualquier página, y entonces se vio hundirse dentro de ellas, como si en efecto se hubiese sumergido en una historia. El bibliotecario se quedó mudo de un palo, viendo tirada sobre el suelo, sin embargo, una pesada guía telefónica.