El día del parto

2025.04

La fiesta comenzó con los dolores de parto. La aldea, poblada ya con visitantes de otras comarcas que venían a la celebración esperada, se volvió de pronto un carnaval. La calle se vistió con desfiles que iban de un lado a otro representando los oficios de cada gremio, con el júbilo de las comparsas y el humor de los actores. Las casas prestaban portales y balcones para todos los espectadores, y desde las cocinas salían banquetes que en un cuarto de hora suspiraban. Todo el pueblo cantaba, bailaba y reía mientras al final del camino principal la Casa de Parto era una máquina de personas corriendo de un lado a otro, procurando ejecutar correctamente las labores correspondientes hasta la consumación del nacimiento.

Toda aquella faena duró hasta caída la tarde, y era bien visto acercar el jolgorio a la Casa, para que los padres sintieran muy cercana la bendición del pueblo por la nueva criatura. Por la ventana del cuarto se asomaban muñecos gigantes disfrazados de herreros, carpinteros, labradores, marineros y de toda clase de oficios, y esto también era bueno para la tradición. En el lecho estaba la madre, el padre y las comadronas, todos trabajando sincrónicamente y con alegría a pesar del cansancio. Faltaba muy poco ya y así fue anunciado. Con la noticia crecería el bullicio y llegaría el Inspector.

Este desempeñaba un rol fundamental dentro de aquella sociedad y consagraba su vida a él. Poco se le veía en la aldea, y solo aparecía en la fiesta del Día cuando estaba a punto de nacer el bebé. Todos lo respetaban y a todos los conocía: él mismo les predecía su destino cuando llegaban al mundo. Ahora le correspondía ejercer otra vez, hacer su aporte a la nueva sociedad que se fue levantando durante generaciones enteras.

Las comadronas le recibieron con solemnidad en el cuarto y los padres le bendijeron. Se sentó en una esquina y allí esperó su momento. La madre le miraba con una sonrisa nerviosa cuando le cabía la oportunidad —era quizás la única persona en el mundo a quien podía no agradarle tanto su presencia, aunque como todas las madres se conformaba con la evidencia de que casi siempre el parto terminaba bien. Esto fue lo que consideró ella sentada junto al padre celoso de sus manos, a quien no se le veía más que eufórico con lo que estaba sucediendo, de modo que parecía que en cualquier momento se volcaría sobre el carnaval de afuera para llorar hasta inundarlo de felicidad.

En breve había nacido el niño y una comadrona salió al balcón para encender una lámpara tosca que anunciaba la deliberación: todos hicieron silencio a la espera de que volviera a salir y avisara la nueva buena, con sus cuerpos cansados y lágrimas en los ojos. El Inspector se acercó al lecho y tomó al bebé. La criatura desprendía largos sollozos y el juez le observaba con una parsimonia opuesta. Los padres se abrazaban, ya consumados en la satisfacción del momento, ya pendientes al veredicto. Quizás entonces se escuchaban solo el crujir de la lámpara exterior y los quejidos de la criatura, y aquella calma precipitaba los nervios. De pronto, el Inspector alzó la vista hacia la comadrona principal, cubrió al bebé con un manto y salió fugaz por la puerta, y un grito desgarrado de la madre le persiguió por toda la Casa, por el patio hasta la oscuridad del bosque, donde se hundiría otra vez por muchos días más.

Mientras, las comadronas salieron del cuarto para dejar a solas a los padres, y una de ellas se apresuró a apagar la lámpara del balcón. No había sido un parto dichoso. El pueblo entonces rompió de nuevo de fiesta celebrando esta vez, como algunas veces, que unas manos torpes y una boca hambrienta no serían un peso para el futuro.

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