Ultra Maratón de las Altas Montañas 2024

Los nervios dieron su banderazo de salida casi tres horas antes de que comenzara la carrera. En ese momento solo pienso que no falte nada, intento alejar la idea recurrente de que en medio de la montaña sabré que fue lo que olvidé y me hará abandonar.

Esperablemente llego antes de que se organice el bloque de salida, y mi cuerpo insiste en sabotearme, teme lo que vendrá, mis necesidades fisiológicas se transforman en imperativas, las resuelvo de la manera más indigna.

A pesar del connato de sabotaje ya me encuentro con un centenar de personas que, con motivaciones diversas, esperamos lo mismo, ser engullidos por la montaña. Nadie guarda silencio, no vaya a ser que el sentido común se deje escuchar y nos regrese a nuestros aposentos.

Por fin se escuchan las palabras de bienvenida y mensajes de ánimo, tras ellos el himno nacional que entonamos con el mismo fervor que el padre nuestro, tal vez porque la nación y ese padre se han esforzado por abandonarnos.

Comienza la cuenta regresiva e instintivamente brincamos en nuestros lugares, afortunadamente los acordes de una banda dan sentido a nuestros nerviosos brinquitos.

La pirotecnia en el cielo le avisa a la montaña que una horda intentará meterse en sus venas. Escapamos de las calles de Calcahualco y nos hundimos en la cañada, esperando que tras muchas horas la sierra nos escupa habiéndonos compartido alguno de sus secretos y algo del dolor que los talamontes le infringen al devastarla impunemente. Habiendo fallado en el aprendizaje del perdón infinito que otorga el bosque, solo puedo desear que esos quienes deforestan (y séquito que los acompaña) sean como una montaña, para que alguien con más hambre o avaricia (en este país siempre hay alguien con más hambre o avaricia) les arranque sus retoños.

El sol que se tarda en infiltrarse en la profundidad de los árboles, es la señal de que la euforia de la primera decena de kilómetros se ha ido, y la noche nos abandona dejándonos solos con la neblina y la inagotable pendiente, que primero entre el bosque, luego por un camino que nos lleva a las faldas del Citlaltépetl, y finalmente hasta cerca de cuatro mil metros sobre el nivel del mar, donde la escasez de oxígeno y la belleza abundante, crean un éxtasis que te hace olvidar que llevas deseando abandonar la carrera las últimas seis horas.

Cuando comienza el descenso se agota la epifanía. La fallida abstinencia al alcohol, el entrenamiento con algunas concesiones, y la aversión a trabajar en el gimnasio, ahora cobran la cuenta. Los muslos ya lo advertían con incipientes calambres, pero ahora ésta segunda mitad de carrera con descensos continuos se sienten como agujas en los muslos, en la ingle y en las pantorrillas.

Después de algunas horas el descenso te ha descuartizado las piernas, y los siguientes kilómetros de camino reventado con piedras de río me hunden en el desasosiego, ya no me importan aquellos a los que había dejado atrás, me dan alcance, son más fuertes o voluntariosos, los veo irse corriendo donde yo apenas camino lastimosamente.

Al llegar al kilómetro cincuenta, ya no tengo ninguna esperanza, salvo la de llegar a meta, que termine el suplicio, y ya por fin dedique mis ratos de ocio futuros a algo más sensato como el ajedrez o el Go.

Decido no detenerme en el penúltimo punto de abastecimiento, dejando atrás a quienes me vieron con tristeza mientras me rebasaban, es la última carta de mi destrozado espíritu combativo; con poco más de veinte kilómetros por delante, intento engañar a mi insolado cerebro, que se traga la patraña de que solo faltan dos vueltas de diez kilómetros, pan comido.

Esos primeros (o penúltimos) diez kilómetros, se acompañan de decenas de niñas y niños, que te arrojan flores y confeti, lo que me aleja de satanás, con sus porras y sinceras miradas tomo fuerza para seguir y volver a bajar a la cañada.

Ya solo con diez kilómetros por delante aprovecho el oxígeno enriquecido, el camino corredero, y mi absurda competitividad que me exige alejarme de los que me desean alcanzar. Logro hacer el paso más rápido de las doce horas que llevo en la competencia, me siento contento de saber que ya estoy cerca de la meta. No sin antes salir de la garganta de la montaña, a lo lejos veo los cientos de escalones que me van a reventar los pulmones.

Unos niños que juegan a acompañar corredores y deciden seguirme, mientras los tres compartimos el camino, intercambiamos opiniones sobre cosas trascendentales como la escuela, la vida de campo, y la familia.

Me invitan a alcanzar a un corredor que es más rápido que yo, lo sé porque lo vi adelantar y adelantarme desde mediados de la carrera, pero el haberlo alcanzado me sabe a triunfo, y tristemente les digo a mis acompañantes que a veces, aunque te esfuerces al máximo habrá cosas que no podrás lograr, y eso también está bien.

Salgo por fin a las calles del pueblo, y recibo el aplauso de las familias de mis jóvenes corredores, a quienes cedo el aplauso. Los dejo atrás deseando que el futuro no se ensañe con ellos.

Solo cuatro cuadras, el listón de meta ya es real, y aunque las pantorrillas me jalan con calambres, cruzo de la manera más honrosa que puedo, pensando en los que quiero.

Por si hubiera reminiscencias de los demonios, a manera de ritual, te enjuagan la cabeza con agua helada, y te presionan fuertemente los huesos del cráneo, para exprimirte el cerebro dicen, yo creo que es para que todo lo que ocurrió, lo que me regaló la montaña, con todos sus claroscuros, se me queden impresos en la memoria.

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